apariencias

El amor a la verdad y las apariencias

Si no vivimos o hablamos conforme pensamos, terminaremos pensando como vivimos.

Hay en todos nosotros una tendencia innata a crecer y a desarrollarnos: como un todo y también desde cada una de nuestras cualidades y dimensiones, y tanto en la dimensión biológica como en la inmaterial o espiritual. Esto es innegable. De hecho, y siguiendo este paralelo, nos alimentamos materialmente para crecer y mantenernos con fuerza, pero también alimentamos nuestro interior con alimento de otro tipo como conocimientos, actos libres o vivencias. Claramente, no comemos de todo, sino que discriminamos lo que nos hace bien de lo que es dañino, que dejamos de lado. Esto es natural y lo aprendemos a hacer. Sin embargo, no siempre tenemos el mismo cuidado con el alimento del conocimiento, sea que lo recibamos a través de los sentidos o por la vía intelectual -más cuando lo sensible es la puerta de acceso a la comprensión intelectual de la realidad. En efecto, no todos los alimentos intelectuales son igual de buenos, en el sentido más básico de bueno, como aquello que nos perfecciona. ¿Y en qué consiste lo bueno para nuestra inteligencia? A esta cuestión da una respuesta magistral Santo Tomás de Aquino, que tenía gran claridad en estas cosas, al decir que “la perfección del entendimiento es lo verdadero como conocido” (Suma Teológica, Ia, q. 16, a. 2, in c.), hecho que se da cuando lo que conocemos por nuestra inteligencia corresponde a la realidad, como si se adecuaran entre ambos, o dicho con sus palabras: “cuando juzga que hay adecuación entre la realidad y la forma que de la realidad aprehende” (idem). Sólo la verdad alimenta de manera correcta nuestra inteligencia y, por tanto, la perfecciona. Cosa que queda más de manifiesto si pensamos en su contrario, la falsedad, como la situación en que la inteligencia, al no concordar con la realidad, no logra acceder realmente a lo que son las cosas y, por lo tanto, no se perfecciona.

La falsedad puede ser doble: una “por razón del significado… una cosa [es] falsa en cuanto se refiere a lo que no le corresponde… Otra, por razón de la causa,… llamamos falsas a las cosas que por sus apariencias tienen cierta semejanza con otras, por las que aquellas son llamadas falsas. La hiel es falsa miel; el estaño es falsa plata… Por lo mismo se llama falso al hombre con inclinación a pensar y decir falsedades” (Ibid, q. 17, a. 1, in c).

En efecto, a veces las apariencias de las cosas engañan y no reflejan realmente lo que son, como sucede en la publicidad engañosa. Esto hace patente que no siempre corresponde una cosa con lo que aparece a primera vista: reluce o parece buena, pero no lo es; o, al contrario, a pesar de ser poco llamativa, es buena en sí misma y cumple nuestras expectativas. ¡Cuántos disgustos por estos desengaños! Sobre todo cuando dinero entre medias. “No es oro todo lo que reluce”, dice un refrán.

Sin embargo, por muy desagradable que sea esto, es peor encontrar esta falsedad en las personas, porque provoca un efecto más dañino: la pérdida de confianza y la unidad interior. Una de sus causas es la falta de honestidad y honradez que origina la mentira y la inconsistencia de vida. A veces se miente para ganar o mantener cierta apariencia o estatus social. Y como una mentira lleva a otra, llega un momento en que todo se transforma en mentira. Y, a todas luces, eso genera discordia interna entre lo que realmente somos y lo que aparentamos al exterior, pues no podemos vivir mucho tiempo a dos aguas. Por eso, igual que la falsedad no perfecciona la inteligencia, tampoco la falta de unidad nos hace bien: si no vivimos o hablamos conforme pensamos, terminaremos pensando como vivimos. Ante la disyuntiva entre verdad o apariencia, la clave es el verdadero amor a uno mismo y a los demás, pues nos mueve a elegir lo que nos perfecciona como personas siendo fieles a la verdad, incluso a costa de las apariencias.

Esther Gómez de Pedro
Directora Nacional de Formación e Identidad