Experiencias de contrastes y victoria final

Manifestación de la batalla cuya victoria final es la de la vida sobre la muerte

En la naturaleza, en los sucesos y acontecimientos, e incluso en nuestros propios sentimientos personales vemos multitud de contrastes, especialmente en los tiempos recientes. Todo eso es señal de la riqueza y complejidad de la vida, pero también de algo más profundo que le da sentido.

Mientras las hojas se amarillean y caen de los árboles, imprimiendo en bosques y parques una tonalidad entrañable, y los días se acortan en el hemisferio sur, sucede lo contrario en el Norte, donde la primavera hace florecer todo, imprime un nuevo resplandor y crecen las horas de luz. Contrastes de otro orden hemos vivido al ver arder la magnífica Iglesia de Notre Dame en París y el posterior compromiso de su reconstrucción, que ha unido personas y países en un fin común. O la conmoción ante los sangrientos atentados de Sri Lanka que dejaron cientos de muertos justo el día en que el mundo cristiano celebraba la Resurrección de Cristo, vencedor de la muerte o ante las diarias noticias de violencia en Chile. Todos estos contrastes parecieran un caos sin sentido que deja en el corazón muy mal sabor de boca. Sin embargo, también hay señales de que, al final, es la vida, el orden y la luz los que vencen, y eso da pie a la esperanza, pues siempre termina saliendo el sol.

Es cierto, en lo más profundo de nuestros corazones compartimos un deseo de vida, de luz, de felicidad y de vivir para siempre. Y es ciertamente algo que todos, de una u otra manera, sentimos en nuestro interior. Quisiéramos perpetuarnos y dejar un legado para siempre. Algunos lo reducen a los años que vivimos en la Tierra, mientras que otros dejan abierto el deseo de inmortalidad y buscan esa puerta a lo infinito. Y este, que es el más fuerte contraste -entre muerte y vida, oscuridad y luz- se da en un campo de batalla. Sí, los que hemos experimentado la partida de un ser querido, lo sabemos muy bien. Pero lo más hermoso es que ese deseo de inmortalidad que todos descubrimos porque responde a nuestra naturaleza espiritual, no queda sin respuesta sino que se le presenta una de gran claridad desde la filosofía y otra, especialmente, desde la revelación cristiana, la de Cristo. Se perfila así una victoria en esa batalla.

Desde la primera perspectiva y apoyándose en nuestra naturaleza racional, Santo Tomás de Aquino afirma que: “todo ser dotado de entendimiento desea naturalmente existir siempre: y, como el deseo natural no puede ser vano, de ahí se sigue que toda sustancia intelectual es inmortal” (Suma Teológica, Ia, q. 75, a. 6). Igual que el deseo de beber y de comer tiene sentido porque existe algo capaz de satisfacer nuestra sed y hambre, igual sucede con el deseo de inmortalidad: el deseo existe porque puede ser saciado.

Pero como esta respuesta no es tan fácil de conseguir, se nos regala otra más asequible: tanto que se dejó ver y palpar durante su existencia terrena en la persona de Jesús de Nazaret. Vino desde la eternidad para abrirnos definitivamente esa puerta, que no es otra que Él mismo. Y así, con su vida, muerte y Resurrección, y con su mensaje ha mostrado que la última palabra no la tiene la muerte sino la vida: una vida purificada a través de la cruz, sí, pero no una vida cualquiera sino una eterna. Esto les sonó tan extraño a sus seguidores que pensaron que todo había terminado en la cruz y no creyeron a quienes les decían que, tres días después,  lo habían visto resucitado con un cuerpo glorioso, hasta que lo vieron con sus propios ojos. Incluso uno de ellos, el apóstol Tomás, persistió en su incredulidad hasta que el mismo Cristo le hizo tocar sus llagas gloriosas. “Vio y creyó”. Y a través del testimonio de los que así lo percibieron, muchos han creído a lo largo de los siglos en Aquel que dijo de Sí mismo: “Yo soy la Resurrección y la Vida, quien crea en Mí, aunque muera, vivirá para siempre” (Jn 11, 25). Esta revelación de Jesucristo en el Evangelio no es mera teoría, sino que está avalada con su vida. Abre por eso unas perspectivas infinitas al dar un nuevo sentido a lo que sucede y vivimos, pues recuerda que esta vida no es la definitiva, sino que es preparación o antecámara para la definitiva, y por eso todo adquiere un valor de eternidad.

Definitivamente estos contrastes no son manifestación del caos sino de la batalla que se libra cada día en el corazón humano y que se hace eco en la sociedad, y cuya victoria final es la de la vida sobre la muerte.

 

Esther Gómez
Directora Nacional de Formación e Identidad